A Blanca Pimentel la habían sorprendido de ronda con su enamorado. La persona más inesperada. En el lugar menos oportuno. Con su padre, un hombre acostumbrado a hacer de su palabra ley, criado en las viejas creencias del honor y la hidalguía, aquel desliz era un atentado a la virtud, una mancha en su honra.
«Si vuelves a verlo te muelo a palos». Eso le dijo cuando la envió castigada al sobrado. Sencillo, sin complicaciones, muy en su estilo. «Y a él lo mato», había apostillado, sin especificar si lo mataba sin más o solo si hacía por verla.
La primera noche de encierro fue una pesadilla para Blanca.
Cuando cerraron la puerta, echaron el cerrojo y se quedó sola, buscó a tientas el catre que había en aquel trastero desacomodado y sucio. Un sinfín de pensamientos acudió de pronto a su cabeza, pero la tensión acumulada, el dolor lacerante que sentía y la humillación sufrida la dejaron tan exhausta que pronto se quedó dormida. Fue un sueño intranquilo y breve que no se prolongó más allá de la medianoche. El frío la despertó, pues no tenía otro abrigo que la saya que vestía y, en el sobrado, que estaba techado a tejavana, se colaba el viento con facilidad.
Al levantarse para cerrar el ventanuco que había en la pared del fondo, se tropezó con una bacinica que habían dejado allí después dormirse. Blanca se rio de los escrúpulos de su padre, ¿o quizá había sido su madre? En todo caso, el sueño había huido. Con cuidado, delimitó un pequeño espacio entre el catre y la pared por el que poder pasear para desentumecerse y poner orden la avalancha de ideas y tribulaciones que ensombrecían su ánimo.
Lorenzo. Él era lo más urgente. No podía desdeñar las amenazas de su padre, aunque hubieran sido dichas al calor del momento. Al recordar la hostilidad que mostró hacia su amante, Blanca estaba segura de que las cumpliría punto por punto, pues era un hombre harto empecinado, con una idea desmedida de su honor. Tenía que avisarlo como fuera, con un recado o con una nota.
De entre las sombras le llegó el crepitar inquieto de las patas de algún animal. Un ratón. Blanca les tenía pavor a los ratones y se sentó en el catre buscando una seguridad aparente y ya no era capaz de centrar sus pensamientos, que se arremolinaban alocados, volaban de un asunto a otro o, por mejor decir, de una a otra preocupación, y el vértigo era tal que necesitaba tumbarse para no caer. La oscuridad casi absoluta fraguaba también sus fantasmas y, por alguna rendija, se habían colado unas brujas con rostros horribles, danzando alrededor de ella un baile macabro, y ya no era ni sueño ni vigilia, sino un estado intermedio, con harpías, con frío, con el rostro deformado de su padre, y Lorenzo, hueco como una nuez podrida, se desvanecía en el humo de una hoguera, y los ratones, y la oscuridad, y la noche.
La despertaron los mugidos de las reses, las voces de los hombres dirigiendo al ganado y el golpeteo inconfundible de un martillo hundiendo los clavos en el casco de un caballo. Blanca se levantó con la cabeza pesada, como después de haber bebido un licor fuerte, y con el cuerpo entumecido por el fresco del amanecer. Unas rayas de luz se colaban por los postigos del ventanuco. El cielo clareaba por oriente, los campos no tenían contornos definidos y el castillo era aún una silueta oscura. Desde aquella ventana, con buena luz, alcanzaba a verse un trocito de la bahía. Si no lo remediaba, el domingo vería salir del puerto una nave con su amado a bordo. Dios no lo permita, se dijo. Tenía que pensar en burlar el encierro, porque no quería quedarse en tierra.