Antonio avisa a su madre para que no se preocupe: «madre, madre, que me voy»
Antonio va a dar un paseo, como hace todos los días después de trabajar. Antes de salir avisa a su madre, para que no se preocupe: madre, madre, que me voy. Debe gritar porque la mujer está mal del oído, vencida por la edad, y le cuesta enterarse. Baja deprisa empinada la calle de fachadas blancas y balcones enrejados, con ese paso desacompasado que tiene y que algunos les resulta un poco cómico. Saluda a un par de viejos que toman el sol de la tarde en el mentidero de la esquina y deja atrás el pueblo por la carretera de abajo. Toma el desvío del camino largo, que está asfaltado unos metros, hasta que gira y se pierde entre el olivar, y entonces se libra de la piel oscura y queda a la vista la tierra reseca y blanquecina. El hombre se cruza con un par de coches, gente que vuelve del tajo, y saluda. Aquí se conocen todos. Es un pueblo pequeño, cada vez más vacío y más solo.
El camino sigue a los pies de la sierra de las Pajareras, subiendo y bajando cerros redondos, culebreando entre las estacadas. Pero esta tarde Antonio no atiende al paisaje, a los cercos de piedra que flanquean el carril, al hinojo de las cunetas ni a un madroño silvestre que ha crecido entre los pedruscos de un talud, para qué, se conoce de memoria cada metro, cada accidente del terreno. Abstraído, piensa en sus cosas. Ha tenido un día raro. Se despertó bañado en lágrimas, sobresaltado por un sueño que no recuerda, pero que le ha dejado mal sabor de boca y un barrunto funesto revoloteando en la cabeza, como una mariposa inquieta que no terminara de posarse.
La mañana salió nublada pero ha ido despejándose y ahora el sol juega al escondite en un cielo caótico y revuelto. Se acerca el tiempo de la cosecha y todo el mundo tiene un ojo puesto arriba. Un día más sin la lluvia que tanta falta hace, piensa Antonio, mientras atraviesa el aire fresco del otoño, dejando pasar a su lado el campo solitario.
De pronto, algo llama su atención. Por el rabillo del ojo le ha parecido ver a alguien en la ladera del cerro, a su izquierda, moviéndose entre los árboles. Aminora el paso para observar mejor pero ya no lo ve. ¿Quién andará por ahí?, esa parcela es de un forastero que la tiene abandonada y sin labrar. Se le ocurre dar una voz, como se saludan a veces en estos andurriales, a ver quién le responde, pero algo lo retiene y no lo hace. Sigue su paseo volviendo a enfrascarse en sus cavilaciones, o pretendiéndolo, pero la visión de una figura huidiza hurtándose entre los olivos se cuela en ellas y se instala allí. Antes de doblar la siguiente curva, se detiene para escudriñar el cerro. Las sombras que proyectan las nubes cruzan deprisa la tierra. Los olivos agitan las copas descubriendo gajos de aceitunas redondas y apretadas. No hay nada más.
Aún así, nota un estremecimiento en la espalda y se le ocurre que alguien lo puede estar acechando. Antonio es hombre de intuiciones, cree en los sueños y se toma en serio los presentimientos. No es que sea un crédulo, pero piensa que no hay que descartarlos sin más ni más. Ya ha podido comprobarlo. En cierta ocasión, un sueño le mostró un accidente y el accidente ocurrió. No hubo muertos, pero ocurrió. Y no son sólo los sueños. Hay veces, por ejemplo, en las que siente con fuerza una presencia cercana; se vuelve y allí está: el vecino, un amigo, una mujer, alguien que pasa, qué más da. Ha oído decir que todo trasmite energía, y debe ser cierto.
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