Aquel primer catequista abrió la Biblia, se calzó unas lentes mero viejas que traía y se puso a leer unos pasajes para relacionarlos con la realidad que vivíamos, porque a Dios no solo le importa la vida eterna, dijo, también en esta vida terrenal cuida de nosotros. Y leyó que de Dios es la tierra y lo que contiene, y otros pasajes leyó, y yo lo escuchaba, y el esposo lo escuchaba, y los hijos también. Y hasta mi comadre, que vivía en la otra casa, se llegó a escucharlo. El sacerdote del pueblo solo habla del rico, nos explicaba el catequista, y dice que el rico tiene lo suyo porque trabaja y que el pobre no tiene nada porque es haragán, porque es bolo, que al rico lo quiere Dios; pero Dios derribó al poderoso y enalteció al humilde, leía el catequista, al hambriento lo colmó de bienes y al rico lo despidió vacío, leía, porque el pan es la vida de los pobres y quien se lo quita es un hombre sanguinario. Eso leyó, usted, tan seguro como que estoy aquí. El catequista empezó a llegar más seguido a la casa, siempre de improviso, siempre a la anochecida, bien lo recuerdo, pasando de la oscuridad de afuera a la penumbra del candil como el que cruza por una puerta, cuando ya los hombres habían vuelto de la faena, y se sentaba en un zancudo del corredor, el catequista. La casa nuestra era humilde, con un corredor pequeño delante y otro más grande detrás, alto, para guardar los graneros con el maíz y el frijol, y allí nos juntábamos, unos pocos al principio, la gente del caserío al principio, pero luego llegó más gente de otros caseríos y más y más gente para oír al catequista. Cuál es el plan de Dios para nosotros los pobres, nos preguntaba, para nosotros, los campesinos. Y nadie decía nada, ni se movía, ni pispileaba. El plan de Dios es que todos somos iguales, que todos tenemos los mismos derechos, decía, el plan de Dios es que no haya injusticias, ni despojo, ni opresión, decía, el plan de Dios es participar en la liberación de los hombres oprimidos. Ese es el plan de Dios, y su mirada nos miraba a todos, a toditos, y nos daba un calorcito suave y confortante. Platicaba despacio, el catequista, quedito platicaba, con palabras sencillas nos decía verdades tan grandes como la casa de don Dagoberto Orellana, y nos levantó como un viento que endereza las cañas, y nos abrió los ojos opacados de tanto mirar al suelo, pero que ya no los íbamos a volver a cerrar. Sí que éramos simples nosotros, que teniendo tan cerca la palabra de Dios no la atinábamos a entender. Desde entonces, mire, usted, es como si me hubieran vuelto a parir en un mundo más bonito, lleno de colores. Pero a los pocos días mataron al catequista, el escuadrón lo mató, y el cuerpo apareció en la poza que hay bajo el puente con las manos amarradas con alambre de espinos, como la corona que llevaba Nuestro Señor. Al principio la tierra era oscura y Dios creó la luz, dice la Biblia, y a nosotros el catequista nos trajo luz, la primera luz. Y mi esposo se hizo catequista y también lo mataron, y otros más se hicieron catequistas, y entre todos levantaron unas llamas que no hubo forma de apagarlas. Así fue la cosa, usted, así fue.

El primer catequista
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