En el siglo XVI, el mapa de la tierra estaba aún por configurar: enormes océanos vacíos e inexplorados
Una flotilla de varios navíos perdido en la inmensidad del pacífico durante meses
Al fin, después de más de un mes de navegar por el mayor océano del orbe, siempre hacia el oeste, con buen viento y buena mar, sin más temporal que algunos chubascos repentinos que llegaban tan deprisa como se iban ni mayores problemas que la falta de espacio y el gran hacinamiento, yendo las cuatro naves en conserva, a la vista unas de las otras, el día veintiuno de julio del año mil quinientos noventa y cinco, a eso de las cinco de la tarde, se avistó tierra por el rumbo del norte, cuarta al noroeste.
La primera en divisarla fue la fragata Santa Catalina, que por ser la más marinera navegaba en cabeza de la flota, y largó los dos cañonazos acordados que nos alertaron a todos cuantos iban a bordo. La mar estaba ligeramente rizada, con pequeñas crestas espumosas matizando de blanco el azul profundo del agua. Las velas de los navíos se veían hermosas, bien tendidas y desplegadas, inmensas en comparación con los cascos. Al momento, fue la San Jerónimo la que dejó oír sus cañones y, poco después, el grumete que iba en la cofa del árbol mayor de la nao almiranta dio el grito de tierra.
–¡Tierra! –repitió−. ¡Por la banda de estribor!
La expectación que había sobre la cubierta estalló en un clamor de júbilo, se apretaban las manos y se abrazaban unos a otros sin parar mientes en quién, hombre o mujer, marinero o soldado, asomados todos por la borda, subidos a las vergas o trepados a los obenques y flechastes.
Era la víspera de Santa María Magdalena y llevaban treinta y cinco días navegando, compartiendo una tabla escueta y endeble sobre mil brazas de agua salada, y la alegría al ver la tierra fue general y desbocada. Cómo resplandecían de esperanza los rostros, cómo brillaban aquellos ojos fijos en el azulado perfil que se recortaba entre el cielo y el mar, cómo temblaban las lágrimas, y se derramaban, y abrían surcos en las mejillas sucias. Sin esperar más, el capellán dio gracias a Dios por la merced de la tierra y empezó a cantar un Te deum laudeamus que acompañaron todos, puestos de rodillas, entonando o desafinando, agradecidos al fin por la buena fortuna de seguir vivos y animados de grandes ilusiones y muchos anhelos.
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