
A los dos o tres días de estar administrándole la droga, sus efectos se hicieron notables, provocando en el capitán un estado de delirio tan profundo que llegó a inspirarle compasión. A veces, sin motivo aparente, aunque fuera en mitad de la noche, se alteraba, gritaba y se asustaba de los temibles fantasmas que lo acosaban.
Una tarde, el capitán tuvo unas horas de lucidez y, como si por fin hubiese comprendido la inminencia de la muerte, pidió confesión al sacerdote y llamó a los suboficiales a su cuarto para, delante de todos ellos, confirmar el gobierno de la plaza al sargento. Todos se conmovían de su palidez extrema, la negra barba bien crecida, la mirada febril y la respiración apagada. Después de un rato de charla se sintió tan cansado que pidió a los presentes que abandonasen la cámara y lo dejasen reposar, por lo que todos desfilaron en fúnebre procesión hacia fuera.
Por la noche, cuando el médico fue a administrarle otra dosis de belladona, lo encontró tan dormido que no se la hizo beber. Extendió su jergón y se echó a sus pies; pero avanzada la noche, los despertaron los gritos y voces que estaba dando a causa de una pesadilla. El médico se levantó, encendió una vela y trató de calmar su desasosiego.
―Tranquilícese capitán ―le dijo, acercando el tazón a su boca― y beba unos tragos.
Calló el capitán y bebió con mansedumbre la pócima que le ofrecía, aunque seguía mirando al aire con las pupilas enormemente dilatadas. Al terminársela, pareció aquietarse e incluso tener otro momento de lucidez.
―Me han llegado rumores de que haces lo imposible por ver a esa zorra que habita el calabozo ―le dijo con voz muy mesurada―, y que le en secreto le envías medicinas.
No tenía idea de quién podría haberle soplado aquello al capitán, ni en qué momento; pero sabía que no le sacaría una palabra que no quisiera decirle, así que opto por seguirle la corriente.
―Un médico debe preocuparse de curar enfermos, sin mirar a quién.
―Tú no eres un médico, sino un maldito matasanos. Y me escama saber que te preocupas por esa ramera. ¿Es que tienes otros intereses?
A pesar de su postración y debilidad, el capitán logró infundirle temor, pues lo miraba con tal suspicacia que parecía restablecido por completo y en pleno uso de sus facultades.
―¿A qué intereses se refiere, mi capitán?
―Es muy sencillo: desear la vida de esa mujer va parejo con segar la mía, y si pretendes salvarla de la horca, nada más fácil para ello que acelerar mi muerte. ¿Qué polvos son esos que me estás administrando?
―Delira usted, mi capitán. Hago en cada momento lo mejor para su salud. Y si no lo he conseguido curar es porque la puñalada que recibió fue profunda y la herida se emponzoñó.
―Mientes, maldito ―exclamó, alzando mucho la voz y perdiendo la serenidad que hasta entonces había mostrado―. La herida está mejor que antes y, aunque no me dejas verla con tantos apósitos y vendajes como me pones, noto que está más sana que nunca. Mandaré prenderte e irás a hacerle compañía a tu zorra en el calabozo. ¡A mí la guardia!
Al oír el grito, el médico se abalanzó sobre él tapándole la boca con la mano.
―Cállese, maldito ―susurró.
Forcejearon sobre el lecho y aunque el capitán era mucho más fornido, su debilidad era grande. Montado sobre él, el médico lo amordazaba con una mano y con la otra le hacía pinza en la nariz para dejarlo sin resuello, pero el capitán se removía y agitaba pugnando por librarse del bozal. En una de las sacudidas consiguió zafarse de su mano y aspirar un par de veces, pero entonces el médico tomó uno de los almohadones del lecho, lo puso sobre su rostro y apretó con fuerza. El capitán pataleó y se retorció, sacando fuerzas de donde no las tenía, y consiguió liberar una de sus manos y darle con ella duros puñetazos en el costado, aunque al final se agotó, decayeron sus golpes y expiró.
El médico se quedó un rato en el lecho, derrumbado sobre él, atrapado sin salida, aguardando que, con el bullicio de la pelea, apareciese la guardia, pero transcurrieron los momentos sin que nadie acudiese al cuarto del capitán. La vela esparcía su claridad rojiza por la estancia. Se levantó y abrió el ventanal, dejando que penetrase el aire fresco de la noche. Afuera, se veía un cielo negro y estrellado, sin rastro alguno de luna.
Compuso como pudo la estancia, eliminando todo indicio de lucha. Se vendó la mano para evitar que nadie viera el arañazo recibido, cerró los párpados del capitán y cubrió su cuerpo con la sábana. No obstante, dejó pasar varias horas, para apaciguar sus pensamientos, antes de dar la noticia de su muerte.