Días de temporal en Mesa Grande


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Campamento 3, Mesa Grande, Honduras

El campamento de refugiados de Mesa Grande, Honduras, se situaba en una meseta alta y deforestada. Pese de estar en pleno trópico, algunas veces, cuando soplaban los nortes, apretaba el frío.

Entonces el cielo se encapotaba, no con nubes de tormenta que descargaban la tromba de agua y al rato despejaba, sino con unas nubes color panza de burro, de horizonte a horizonte, que se enredaban en las cimas de los cerros y ocultaban el sol durante una semana. El viento soplaba, soplaba continuamente, se metía por todas partes, silbaba entre las rendijas de las tablas, hacía batir las puertas y postigos, entrechocar las ventanas y láminas mal fijadas, desgarraba los plásticos y lonas, entristecía a los perros y arrinconaba a la gente. A veces aflojaba un poco y tomaba aliento para volver a arreciar.

Y así todo el día. Caía una lluvia cernida y finísima a la que los refugiados llamaban temporal. Gotitas diminutas como puntas de alfiler que el viento zarandeaba a su antojo, que flotaban en el aire con vocación de ingravidez, que se posaban en la ropa y en la piel desnuda como un rocío imperceptible, pero al cabo de un rato lo empapaban a uno. Aquella llovizna sonaba, sobre los techos de lámina, como si estuvieran vertiendo arenilla fina.

El frío no era exagerado en términos absolutos, es decir, el termómetro no bajaba de los diez grados, pero la gente no tenía cómo protegerse y se resentía de él. Las familias se arracimaban en las destartaladas cocinillas, alrededor del fogón donde se cocían los frijoles y se calentaban las tortillas, y allí permanecían horas al amor del rescoldo de las brasas. La mayoría no tenía para abrigarse más que un suéter fino y desgastado, una chaquetilla de lona, una camisa de manga larga o una toalla. Algunos, sobre todo los niños, se protegían con un simple paño de secar los trastes, echado sobre los hombros a modo de toquilla. Yo los veía correr, envueltos en sus trapos, ateridos de frío, descalzos, camino de la escuela, o daban saltos, se empujaban y corrían. Los hombres andaban con las manos en los bolsillos y los brazos pegados al cuerpo, intentando mantener el calor. Y las mujeres se olvidaban por unos días de la colada de ropa, porque el frío las acobardaba.

Durante las clases de la mañana, mis alumnos se sentaban con las piernas cruzadas y, cuando no había que escribir, escondían las manos en las axilas, o en la entrepierna, o se las frotaban y se las soplaban constantemente. Así era difícil concentrarse y estudiar. Y yo era el primero que me quedaba helado dando la clase.

Campamento 5, Mesa Grande, Honduras
Campamento 5, Mesa Grande, Honduras

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