La Esperanza «la nuit»


Llegaron a La Esperanza al caer la noche. Noé y el gringo. Aquí dormiremos, dijo Noé, deteniendo el carro delante del hospedaje, en una calle medianamente iluminada, de tierra, como la mayoría delas calles del pueblo, excepto un par de ellas en el centro, que tenían adoquines. Se trataba de un corralón enorme con cuartos en los cuatro costados. El baño era un planchón de cemento que había tras un murete, con unas pilas llenas de agua para que la gente se bañase a guacaladas. La letrina, una cabinita minúscula con una taza de cemento y una fosa. En el corral había algunas caballerías apersogadas y el olor a estiércol era fuerte. Les dieron un cuarto con dos catres. Dejaron las cosas en él y lo cerraron con un candadito. En la parte de delante estaba el comedor. Aquí se come bien, dijo Noé. Él pidió comida local y el gringo apostó por el pollo con arroz. Se lo sirvieron en platos de plástico. Para beber Noé pidió fresco de morro. ¿De qué?, preguntó el gringo. De morro. Tenía aspecto de horchata y un sabor a leche con cacao. Apenas les llevaron dos lempiras por la cena. Al terminar, Noé propuso dar un vueltín: ¿le parece? Claro.

Así que salieron a conocer la vida nocturna de La Esperanza. Después de la lluvia se había levantado una neblina ligera que sacaba halo a las farolas y desdibujaba los contornos de las cosas. Recorrieron unas cuadras y al cabo de un rato entraron en un local amplio. Mesas de madera. No muchos parroquianos. No mucha luz. Al fondo había una máquina muy antigua, una rocola de esas que funcionan con discos de vinilo. La gente se acercaba, echaba una moneda y marcaba sus canciones. Sonaron varias rancheras que coreaban en las mesas. Pidieron un par de cervezas. Platicaron. Otras dos, y luego otro par. Con la cerveza Noé perdió su reserva y se le soltó la lengua. Le contó cosas de su vida y el otro también le contaba algunas de la suya.

En una mesa cercana, un hombre vestido de charro había sacado un revólver que mostraba a un amigo. Lo manipulaban. Apuntaban al techo, a la puerta, a donde fuera. No parecían muy sobrios. El gringo se lo hizo notar a Noé y él le dijo que no les hiciera caso: es peor, don. Al rato llegó al local un grupo alegre: tres o cuatro parejas. Las mujeres eran las únicas parroquianas del local, aparte de las meseras. Venían hablando fuerte y con ganas de bailar. Pusieron unas cumbias en la rocola y se lanzaron a la pista. Cumbia, sabrosa cumbia, por ti yo bailo, hasta amanecer… Noé apenas se había fijado en ellos y seguía contándole pasajes de su vida. Al gringo empezaba a trabársele la lengua y prefería escuchar. Las botellas de cerveza se acumulaban sobre la mesa, botellas que la camarera no retiraba. Tampoco lo hacía en las otras mesas, y en una de ellas se acumulaban más de treinta. Es la costumbre, dijo Noé.

El hombre del revólver también salió a bailar, con el arma fajada en la cintura, a la vista sus cachas claras, y quiso meterse en el corro que hacían las dos parejas. Trastabillaba al moverse  y parecía que se iba a caer. Pero ahí andaba, queriendo meterse en medio y bailar con una de las mujeres. La situación empezó a hacerse violenta y sus compañeros lo retiraron de allí. Al poco rato salieron del local, el hombre del revolver con el arma en la mano. Fuera pegó unos disparos al aire.

Un rato después también se marcharon ellos. El gringo se sentía mareado y, atento a las náuseas que se le agitaban dentro, apenas hacía caso a Noé, que parecía muy entero para haber tomado lo mismo. El gringo intentó concentrarse en el frescor de la noche, en la calle, en lo que fuera, pero la náusea seguía ahí, insistente. Finalmente se apoyó en un poste del cableado eléctrico y vomitó todo lo que llevaba dentro. Echando el buitre, ¿eh?, comentó Noé. Esperó a que el gringo se repusiera un poco Apóyese en mi hombro, dijo, y continuaron hasta el mesón.


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