
El hombre ha ido llenando las páginas de su libreta con ánimo de conjurar a los espíritus perturbadores que habitaban el cofre de sus recuerdos. Ha escrito sobre mucha gente, demasiada gente. Sobre su amiga Alicia, que tuvo la desgracia de enamorarse de un hombre enganchado al caballo y matarse con él cuando huían de la policía en una moto, después de asaltar una farmacia. De su compañero Rafa, que escribía novelas de amor que nadie publicaba y se lo llevó un cáncer fulminante; de Manolito, el hijo de una vecina, que enfermó de meningitis; sobre Kader, la niña que estaba apadrinando a través de una oenegé, y superó el sida, el hambre y la tuberculosis, pero no pudo con la guerra; sobre don Emilio, el odontólogo que velaba por su dentadura, y fue alcanzado por una bala perdida en una montería de ciervos en la serranía de Málaga; sobre Charo Lama, la directora de su último colegio, que murió de un infarto de miocardio; sobre su tía Juana, su tío Ricardo, sus dos abuelas, Rotilia y Cipriana, y sobre los viejos que se morían semana sí y semana también en el pueblo de su padre, hasta que no quedaron más que unas pocas casas habitadas entre sus calles vacías.
Pero el recuerdo que más a menudo acude a su conciencia, el que más peso tiene en su alma, es el de su esposa, cuya marcha no hay día que no evoque. Aunque nunca ha sido muy creyente, suele pensar que ella lo espera allá abajo, en las profundidades, y que pronto la seguirá para reunirse con ella eternamente. Una idea con la que juguetea de manera inconsciente, que afluye a su pensamiento sin necesidad de ser convocada, al fin y al cabo la religión forma parte de la cultura que ha mamado y que deja en cada cual una impronta tan indeleble como la misma herencia genética.