El sol del mediodía azotaba con rabia el asfalto, las chapas de los vehículos, los puestos de comida y a toda una humanidad atareada que cruzaba y entrecruzaba sus caminos en el abigarrado corazón de San Salvador. A esa ingrata hora, Armides Argueta consiguió, a fuerza de empujones, bajarse del atestado microbús, cruzó la Avenida Peñalta por el paso elevado y entró en la terminal de Oriente. Era un hombre maduro, con una madurez sanguínea estancada desde hacía años en la cuarentena y por la que parecía no pasar el tiempo. Tenía el cuerpo macizo, las manos fuertes, el rostro moreno y el pelo negro y espeso.
Armides se detuvo junto a un puesto donde compró un peso de yuca, acomodó los hombros en una columna, descansando sobre ella su apretada humanidad, y comió sin prisas la magra pitanza, desprendiendo con los dedos las alargadas fibras de la yuca y embadurnándolas con cuidado en la salsa que se había acumulado en el fondo de la bolsa. Entretanto, sus experimentados ojos buscaban una presa entre la caótica babel de buses que entraban y partían, los bocinazos con que otros anunciaban su inminente salida, el tráfago de alzar y apear bultos en el techo de los colectivos, los gritos con que las vendedoras ofrecían, a través de las ventanillas, sus canastos llenos de viandas a los pasajeros, la palabrería con que los cobradores captaban clientes para completar el pasaje y las voces de los taxistas, que prometían cómodas carreras a los viajeros que arribaban.
Tras un minucioso monitoreo se decidió por uno de la ruta a San Miguel que ostentaba el cartel de “especial” en el parabrisas y maniobraba ya para salir. Armides hizo una bola con los restos del almuerzo y la dejó caer al suelo, junto a un sinfín de residuos que los perros callejeros se disputaban entre gruñidos y dentelladas. Mientras se acercaba al bus, se limpió la grasa de los dedos en el interior de los bolsillos, se sacudió las migajas de yuca que le habían caído sobre la pechera de su traje marrón, se ajustó el nudo de la corbata y se acomodó la correa del maletín grande y ajado, de vendedor ambulante, que llevaba en bandolera. Compuso una estudiada expresión de profesional entendido en la materia, en cualquier materia, y se encaramó al bus justo cuando éste enfilaba la salida.