El sonido del tiempo


En la oscuridad de mi cuarto podía escuchar, cada noche, el sonido del tiempo. Lo oía escurrirse segundo a segundo, tan despaciosos ellos, aferrados cada uno a su efímera existencia. Oía los sonidos que anuncian el sueño. Los pasos firmes de mi padre, mi madre colocando los cacharros en la cocina. Voces susurradas, una silla que cruje, la mecedora en el comedor. Casi podía apreciar las chupadas que le estaba dando mi padre a su cigarro, oír la brasa encenderse e inflamarse, el humo entrar y salir de los pulmones con una silbido ronco y áspero. La tos de mi hermano pequeño. Acurrucado en mi cama, como un animal al acecho del silencio absoluto. Entonces abría la ventana suavemente, centímetro a centímetro, y me deslizaba a la noche. Chistaba quedito a los perros, caminaba descalzo, para no hacer ruido, hasta que estaba lejos de la casa; entonces volaba hasta ti, a la casilla del cerro.

El tiempo, en tus brazos, corría alocado y sin tregua, sin pausas, transformando una hora en un minuto, reduciendo un minuto a un segundo. Mis manos jugaban con tu pelo negros, con tu perfil regio, con tus ojos dormidos, acariciaban tu piel, recorrían de memoria tu imagen. Mi pensamiento contaba tus latidos, tu respiración mientras esperabao el aviso del alba. Entre las tejas caídas, entre los huecos del techo, se veía un cielo negro punteado de estrellas. Por cada estrella que se apagaba, el alba daba un paso. Ahora, aquella del norte; después, esa otra, y la de más allá. Iban apagándose como lucecitas de una ciudad lejana, hasta quedar nada más que un cielo gris lechoso que me alejaba de ti.

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